Lo conocí en circunstancias particulares. Corría abril de 2015 y yo era un extranjero, que un par de horas atrás había llegado a Colombia, un país que hasta entonces desconocía. Me sorprendió verlo bajarse de una mototaxi en la vereda y caminar despacio por el pasillo rodeado de matas que unía el andén con la terraza de su casa.
No recuerdo exactamente nuestro primer saludo. Pero sí que unas horas después estábamos sentados charlando en esa misma terraza. Nos convocaba, como cada tarde en Montería, una superstición: ahí sopla brisa y calma el fogaje.
Nunca llegúe a sentir la mentada brisa, y escuché que su existencia es improbable en aquellas tierras bajas en las que se asienta la ciudad. Pero tenía que creerle, Antonio llegó ahi en tiempos en que Monteria no era llamada ‘la perla del Sinú’, porque el pueblo no era sino monte. Inhóspita y caliente tierra al borde del rio. Bajo ese sol tremendo supo abrirse paso y convertise en el Señor Zapata.
Nos sentamos en un semi-círculo de sillas plásticas y cruzamos nuestras primeras palabras mientas las mujeres hablaban un castellano que, al principio, me resultaba dificil de entender. Su calidez y generosidad se me hicieron evidentes muy rápido.
Me preguntó de dónde venía, sobre Argentina y sobre Buenos Aires. Esa fué la primera vez que narró aquella travesía épica que sus amigos habian emprendido en los años ’50. Viajaban en chiva, días o semanas enteras rumbo al sur, desde Antioquia a Buenos Aires. ¿El objetivo? Seguir al Nacional de Medellín a enfrentar a Boca en la Bombonera. También me contó sobre su gusto por el Tango, Gardel y las viejas películas argentinas en blanco y negro.
Hacíamos buen equipo porque él tenía muchas historias para contar y a mi me gusta escuchalaras. La curiosidad nos hermanaba. Antonio era capaz de hacer un sinfin preguntas acerca de datos precisos de los más variados temas. Yo intentaba seguirle en ritmo investigando en internet.
Entre el patio y la terraza, y con ayuda de su amplio repertorio de ademanes, me compartió fragmentos de su vida que él no olvidaba y que yo no quiero olvidar. A veces con fechas disparatadas, me contó de su infancia en Titiribí, de su padre el zapatero Zapata, de sus hermanos y sus andanzas en montañas antioqueñas. De su temporada trabajando duro en Cartagena y luego, de su llegada a Monteria. De de cómo conoció a su esposa Mari en la cacharrería. También de sus travesuras en, el que se conviritió su lugar, el mercado del centro, siempre regado de tinto, tinteros y galletas de limón.
Entre 2015 y 2022 volví a Colombia muchas veces. Siempre me recibía en su casa con los brazos abiertos y me despedía de la misma manera. Con los años su salud y su posibilidades físicas se deterioraron, pero su candidez se mantuvo intacta. Me contó muchísimas veces, más que cualquier otra, aquella anécdota de sus amigos y la larga travesía sudamericana. El viaje sonaba siempre como una cuenta pendiente, como un lamento por no acudir al llamado la aventura. Por lo demás, él estaba siempre presente, en gratitud y a gusto con la vida y con lo vivido. Ahora que lo pienso, creo que esa era la fuente del aire apacible y tranquilo que lo caracterizaba siempre que no hubiera dulces cerca.
Hoy recibí la noticia de la muerte del señor Antonio. Escribo esto para recordar, como insuficientes homenaje y agradecimiento.
Antonio: te deseo un viaje eterno en una chiva cargada con tus paisas queridos, recorriendo los Andes, entre Medellín y Buenos Aires.
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